29 de marzo de 2010

Laicismo, requisito de la democracia


Laicismo, requisito de la democracia

Fernando Savater

El mundo tiene diversos lenguajes y todos ellos forman parte de nuestra realidad, que es fisiológica, pero también simbólica, y es importante no mezclar ambas cosas.

La religión, como lenguaje, cambió su papel. En su origen, las religiones fueron un vínculo de unión entre la comunidad social, el orden cósmico, el pasado y el futuro, de modo que todo ello se coordinase en un todo comprensible. Con la modernidad esa función de incardinar todo nuestro saber ha quedado en manos de la ciencia y nuestra cultura en general. Hoy, la religión ha quedado relegada al orden privado, como una forma de coordinar a los individuos consigo mismos, para que interpreten su propia vida como un proceso que tiene un origen, un futuro y una relación con el mundo.

Estas funciones de las religiones no suponen ningún problema mientras no se mezclen con otras cosas de distinta naturaleza. Así, hay un registro de las verdades comunicativas, otro de las verdades de hecho, de las científicas, tecnológicas, etc., que no deben mezclarse. El problema surge cuando algunos “especialistas” pretenden hablar en nombre de Dios. Entonces se mezclan muchas cosas.

La existencia de Dios es dudosa, pero la de los eclesiásticos es desgraciadamente segura. El problema es que las religiones actúan sobre las personas generando actitudes muy diversas. Karl Marx decía que la religión es el opio del pueblo, pero yo no estoy muy seguro de ello porque el opio adormece y deja a la gente inoperante, más bien habría que decir que es la cocaína del pueblo porque incita a la gente, a veces, a la agresividad, incluso al odio. No voy a mencionar nombres. Pero yo me inclino a pensar que la religión actúa sobre las personas como el vino, que a unos sienta bien y a otros mal. Así a los que sienta bien con una copita se vuelven sociables, chistosos, el chico se atreve a coger la mano de su chica, etc. pero a quienes sienta mal se ponen patosos o agresivos. Con la religión pasa algo similar; hay a quienes sienta bien y se ponen a cuidar enfermos, o ancianos, o a realizar cualesquiera otras funciones sociales encomiables, y lo hacen con alegría y cordialidad. En cambio a otros la religión los convierte en vigilantes o inquisidores u otros papeles desagradables.


Más allá de estas aventuras sicológicas hay que establecer que: el Estado, para que funcione, ha de hacerlo como una sociedad laica que solo tiene que asumir obligatoriamente unas leyes, creadas y pactadas por nosotros mismos. En una democracia, lo único obligatorio son las leyes que nos hemos dado a nosotros mismos. Lo demás es voluntario.

El tema de la libertad de conciencia tiene un límite que es la realidad.

Tiene sentido hablar de libertad de conciencia respecto al sentido de la vida, porque nadie sabe cuál es. Pero no puede haber libertad de conciencia respecto a las leyes de la gravedad. No hay libertad de conciencia frente a las leyes naturales. Se cuenta de un cantante famoso que sacó a bailar a una voluminosa dama quien, a los pocos pasos, cayó estrepitosamente al suelo y el cantante le dijo:

- ¡Hay madame, la ley de la gravedad es muy dura, pero es la ley!

Hay un campo en el que la libertad de conciencia es posible y otro en el que la realidad impone unas pautas inapelables.

Pero, ¿hay libertad de conciencia con respecto a los derechos humanos? Este es otro lugar donde surgen problemas. En una conferencia que di sobre este tema, en el coloquio, un joven estudiante me preguntó:

- ¿Y el derecho humano a no respetar los derechos humanos?

Hay un campo, el de los valores, que no se corresponde con el de las verdades científicas que pueden observarse y experimentarse, ni a los parámetros del sentido de la vida. Las opiniones de los religiosos en este campo suelen ser controvertidas y no tienen objetividad en el tratamiento de estos problemas, depende de la interpretación que hagan de sus libros sagrados. Recordarán ustedes que hace unos años, el imán de Benalmádena editó un libro en el que se explicaba cómo había que “zurrar a la parienta”. Fue acusado por ello y el juez que se encargó del caso, siguiendo una afición, al parecer predilecta, de muchos jueces españoles de escandalizar al ciudadano, hizo venir a una serie de expertos coránicos para que dijesen si el Corán decía esto, o no lo decía. Pero, ¿qué nos importa a nosotros lo que diga el Corán? También la Biblia dice que hay que lapidar a las adúlteras y a los sodomitas y, no obstante, si lo hacemos nos meten en la cárcel.

Hay un momento en que las interpretaciones religiosas tropiezan con las leyes laicas, y cuando esto ocurre, las leyes laicas han de estar siempre por encima de las interpretaciones religiosas, en eso consiste el laicismo de la sociedad.

En una sociedad laica tenemos que defender una serie de valores inteligibles para nosotros y que, aunque no puedan basarse en realidades objetivas, científicas, deben hacerlo en realidades subjetivas, como son los derechos humanos, que si pueden confrontarse como la realidad subjetiva del ideal de sociedad que queremos. He pasado buena parte de mi vida intentando justificar por qué pueden defenderse los derechos humanos como esa realidad subjetiva y creo que puedo hacerlo. En cambio no hay forma de justificar por qué no puede comerse carne los viernes, o si hay que usar el burka, o qué parte de la anatomía humana es lícito mostrar y cual no. Todo esto pertenece realmente al campo de las supersticiones.

La sociedad, además, debe estar amparada en una libertad de conciencia. Esa libertad de conciencia que hoy nos parece tan obvia es, en cambio, el principio más reiteradamente condenado por la iglesia católica. Podríamos decir que desde el siglo XVIII en que se creó la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano por la Asamblea francesa y que fue condenada por el papa Pío VI en su Breve “Quod aliquantulum” ha sido reiterada y sistemáticamente condenada hasta el Concilio Vaticano II. De hecho aún hoy el Estado Vaticano no ha firmado el Pacto Internacional por el que habría de comprometerse legalmente al cumplimiento de la Declaración de Derechos Humanos.

La libertad de conciencia consiste en que las ideas sobre el orden cósmico, los valores, el sentido de la vida, etc., son un derecho de cada cual. A diferencia de lo que piensan las religiones que imponen y obligan a aceptar sus propias interpretaciones.

Hoy podemos observar cómo históricamente las religiones a medida que han ido perdiendo fuerza han ido ganando en tolerancia. No se han vuelto más racionales porque hayan madurado, sino porque se han debilitado sus capacidades políticas. Todos los mayores recordamos cómo en tiempos de Franco, sin ir más lejos, era la Iglesia Católica la que dominaba el sistema educativo. En cambio hoy, con la democracia, esa misma Iglesia defiende la libertad de enseñanza, pero no porque hayan cambiado su ideario, sino porque les conviene, porque es el modo de mantener sus colegios religiosos con el dinero del estado.


El tema de la educación es de los más problemáticos. Como maestro, como profesor, uno puede tener problemas o escrúpulos por enseñar cosas falsas, no en el mundo de los valores, sino en el de los hechos. Como enseñar que Dios hizo el mundo en 7 días o que creó a los animales tal y como los vemos hoy, etc., puesto que sabemos que esto es objetivamente falso. Los educadores tenemos un compromiso con la verdad. Verdad que, naturalmente, depende de nuestra época y de los conocimientos disponibles en ella.

No nos parece razonable que se condiciones a los niños pequeños en unas determinadas creencias religiosas. Ni religiosas ni de ningún otro tipo. Como no es razonable que cuando nazca el niño lo inscribamos como socio del Baça o del Madrid, ¿y si de mayor no le gusta el fútbol? El problema es que, por desgracia, la religión es una especie de enfermedad hereditaria. Richard Dawkings, en ese famoso libro “El Espejismo de Dios”, nos cuento cómo si en una ilustración de cualquier libro vemos una foto de unos niños jugando en la calle y, debajo, un pie en el que se lee: “Un niño cristiano, un niño musulmán y uno judío, jugando alegremente…” , a nadie extrañaría el comentario. Pero imagínense que en el pié se leyera: “Un niño marxista, un niño liberal y un niño estructuralista, jugando alegremente…” Todo el mundo se escandalizaría por el disparate. ¿Pero cuál es la diferencia, acaso el niño entiende una u otra cosa? El niño tiene derecho a decidir cuando sea mayor sus aficiones y sus creencias. A Cristo lo bautizaron cuando era mayorcito y plenamente consciente de lo que hacía, ¿por qué hemos de bautizar ahora a los niños al nacer?

Los padres no tienen el derecho ideológico de pernada sobre sus hijos. Los niños no son propiedad de sus padres. No hay que etiquetar a los niños. La religión no debe estar en la enseñanza pública. Como tampoco es verdad que deban ser los padres los que transmitan los valores a los niños. Hablamos de valores cívicos, no familiares, y esto nos competen a toda la sociedad y, por tanto, es la escuela quién tiene que encargarse de ello.

Es como si en una familia de antropófagos los padres transmiten a su hijo que la antropofagia es una variedad gastronómica como otra cualquiera. Bueno, a mi no me preocuparía el caso en absoluto, mientras el niño no haya terminado con su familia y salga a la calle a ampliar el menú.

Los padres si que pueden hacer conocer a sus hijos sus ideas. Y la sociedad tiene la obligación de hacer conocer al niño que hay otras ideas sustentadas por otras personas. El niño deberá elegir, cuando tenga la madurez y el conocimiento adecuados.


Todo esto que hemos venido comentando es el laicismo. Y conste que ser laicista no tiene nada que ver con que uno sea o no religioso. Se puede ser religioso y ser laicista. Algunos filósofos piensan que el laicismo es una forma de organización social, puesto que solo tiene que ver con sus comportamientos prácticos. No es ninguna cruzada, es solo una larga lucha en la que hay unos principios que defender razonablemente.





NOTA: Esto es una síntesis de la conferencia que Fernando Savater impartió en el Aula Magna de la Facultad de Ciencias de Granada el 25 de Noviembre de 2009, realizada por Manuel Reyes.

27 de marzo de 2010

Escépticos ante el progreso




La noción de progreso arranca del siglo XVIII y no es sino una visión laica del concepto de Providencia Divina, que también ha evolucionado con el tiempo. En sus orígenes el Paraíso lo teníamos detrás, era el sitio de donde veníamos y cada vez estábamos más alejados de él. Ahora el Paraíso es el lugar a donde nos dirigimos, caminamos hacia el Paraíso.

Fue el marqués de Condorcet, en tiempos de la Revolución Francesa quien hizo un primer tratamiento del concepto de progreso, en su obra “El esquema de los progresos del espíritu humano” que es un canto al progreso de la humanidad, pese a que su vida evolucionó en sentido contrario hasta morir en la cárcel.

La idea de progreso es antiintuitiva, solemos pensar que todo progresa, mientras nosotros caminamos hacia la decadencia de nuestros cuerpos y no apreciamos realmente mejora en nuestro entorno. Es como las grandes ideas religiosas.

El progreso, como idea, suele estar alineado con un cierto automatismo y una actitud de vagancia hacia la vida, lo que se muestra en una versión optimista (el progreso es automático, llegará él solo, basta sentarse y esperar) y otra pesimista (esto no tiene remedio, nadie lo arreglará jamás, caminamos hacia el abismo, no hay nada que hacer sino sentarse y esperar). En la historia y la literatura hay numerosos ejemplos de ambas posturas. Desde Karl Popper que decía haber vivido en la época más próspera de la humanidad (segunda mitad del siglo XX) hasta la milonga argentina que dice: Muchas veces la esperanza son ganas de descansar.

Es preciso despojar a la idea de progreso de estos aditamentos de automatismo y vagancia y aceptar que no cambia nada sin nuestra intervención activa.

Hoy, el progreso científico y tecnológico es evidente y se ha producido tan rápidamente que incluso nos aturde por los continuados cambios en nuestro quehacer cotidiano. Tanto que nos hace dudar de nuestro futuro inmediato. Consecuencia de ello es que cuando hoy se habla de progreso no suele hacerse referencia a éste sino más bien al sentido humano en su aspecto moral. Y en este sentido moral, la historia del pasado siglo XX con sus terribles guerras, “Guantánamos”, etc., no ha sido precisamente edificante. Hoy nos causa pudor afirmar que esta época ha sido la mejor.

Progresus: lo que va avanzando hacia lo que esperamos, hacia lo deseable.

Hasta hace poco tiempo podíamos afirmar que:
Progreso = movimiento + certidumbre.

Hoy, en cambio,
Progreso = movimiento + incertidumbre.

Porque las cosas cambian tan deprisa que tememos por nuestro futuro inmediato.

No obstante, no hay que olvidar que el progreso es solo una idea y, como tal, será lo que nosotros queramos que sea.

Llegados a este punto cabe preguntarse, ¿pero realmente ha habido en la modernidad cambios importantes, en este sentido humano del término?

Para Fernando Savater hay ciertamente dos cambios revolucionarios:

- La igualación de la mujer en el trabajo, en la sociedad, en los cargos públicos, etc.
- La seguridad social.

La primera es incuestionable, pero también ésta última es una gran revolución. A ninguno de los grandes pensadores de la antigüedad, desde Aristóteles a Voltaire, se les ocurrió pensar que los seres humanos tenemos obligaciones de ayuda ante los demás, como la asistencia médica, ayuda económica ante el paro, la vejez, etc.


Son por tanto muchas las cosas que se han hecho y muchos los grandes problemas resueltos, tanto en el terreno tecnológico como en el humano, pero ¿por qué, entonces, no nos sentimos satisfechos?

Quizá porque somos como la princesa del cuento que dormía sobre doce colchones y un día algún malvado colocó un guisante bajo el último colchón lo que ocasionó que la pobrecita no pudiera pegar ojo en toda la noche.

Cuanto menos mal hay, más malo es el mal que hay.

Al bien y al mal les pasa como al dinero o a los alimentos, que cuanto más escasean mayor valor e importancia tiene lo poco que tenemos. Así la seguridad social (que ha resuelto un inmenso problema) se nos presenta como algo burgués, insoportable, por las colas que hay que hacer, e insufrible por las esperas. Del mismo modo que si se nos para Internet o deja de funcionar el móvil ya estamos comparando a Nokia o Vodafone con las dictaduras de Hitler o de Calígula.

Nunca estaremos reconciliados con el medio. Todo cambio resuelve ciertos problemas pero crea otros que, aun siendo menores, nos resultan insufribles. En la actualidad, a esto hay que añadir la incertidumbre.

¿Progresamos?, si, ¿pero hacia donde?



NOTA: Esto es una síntesis de la conferencia que Fernando Savater impartió en el patio circular del Palacio de Carlos V de Granada el 8 de Mayo de 2009, realizada por Manuel Reyes.