29 de septiembre de 2013

Crisis de Autoridad

Sobre la crisis en la escuela y en la familia y sus posibles soluciones



Que la enseñanza está en crisis es algo que no necesita demostraciones ni tampoco que en España es muy aguda. Pero no es menos evidente que la familia también lo está y a nosotros no nos parece que ambas cosas hayan coincidido por azar. Pensamos que en el fondo de ambos pozos se encuentra la misma sustancia: una crisis de autoridad.

 Para explicar las causas de la crisis hay todo un arco iris de elucidaciones y disquisiciones. Las más comunes son de naturaleza política y, entre ellas, las más aceptadas se refieren al fracaso de la Social Democracia europea al querer subir el listón de la enseñanza obligatoria hasta los 16 años y, el más pretencioso aún, de intentar impartir una enseñanza uniforme, universal, hasta esa edad, so pretexto de utilizar la escuela como herramienta para disminuir las desigualdades sociales mediante el procedimiento de hacer un reparto igualitario del “capital humano” (educación y formación). En la otra banda, los neoliberales y conservadores, los que hoy mandan, piensan que la solución a los problemas educativos radica en separar a los chavales desde la escuela, orientando hacia el bachillerato y la universidad a los más listos –que “casualmente” suelen ser los ricos-, y hacia la formación profesional a los más tontos –“fortuitamente” los pobres-. Por aquello de buscar la eficiencia y rentabilidad del dinero que se dedica a la enseñanza.

 Pero ¿qué relación guarda con esta problemática la crisis familiar? Aparentemente ninguna. Aquí se aducen razones de otro tipo: para unos, la pérdida de autoridad de unos padres en exceso complacientes; para otros, la pérdida de los valores cristianos en la familia, etc.

 El filósofo francés Alain Renaut, en su obra “La fin de l’autorité y la libèration des enfants” considera que ambas crisis tienen un origen común, y marca el inicio formal del mismo en la Declaración Universal de Derechos del Niño por la ONU en 1959. Pero insiste, claro está, en que se trata de un principio formal. La realidad es que cuando este principio se adopta y se proclama es porque en la sociedad se ha producido un cambio, se ha dejado de considerar al niño como poco menos que un objeto moldeable y educable mediante procedimientos autoritarios y pasa a considerársele como sujeto de derechos. Esto es un gran paso adelante porque acaba con el maltrato y la explotación infantil, pero también tiene un precio: una escuela y una familia que funciona sobre principios de igualdad y libertad, con derechos por ambas partes, es algo completamente novedoso. Son entes sociales nuevos, desconocidos hasta ahora, y cuyas reglas de funcionamiento habrá que descubrir.

 Entre las nuevas reglas de maniobra que se han ensayado cabe destacar las de los padres que deciden dejar de serlo para convertirse en amigos de sus hijos. En paralelo, a nivel de la escuela, la de los profesores que se bajan de su tarima para intentar pasar a formar parte de la pandilla de colegas de sus alumnos.

 El filósofo español Fernando Savater critica duramente estas absurdas soluciones y mantiene que el niño que en lugar de padres tiene “amigos mayorcitos”, ha perdido la ocasión de gozar de los imprescindibles beneficios que para él hubiera supuesto tener unos padres. Otro tanto afirma sobre los “beneficios” que ofrecen los “profes coleguillas” a sus alumnos, que ven así incrementado de forma falsa y artificial su pandilla con estos intrusos, pero han perdido el maravilloso beneficio de haber tenido unos profesores para su formación y educación.

 Es evidente que para que se establezca un flujo de agua entre un embalse y otro es imprescindible que entre ambos exista un desnivel. Del mismo modo para que se produzca el hecho educativo y formativo tiene que existir también un desnivel entre educadores y educandos; y tanto en el hogar como en la escuela. Los “padres amiguetes” y los “profes coleguillas” no son más que algunos de los fracasos más notables y estúpidos de entre los muchos que se han producido intentando resolver esta crisis de autoridad.

 En España los conservadores intentan ahora dar un golpe de timón importante sobre el sistema educativo –otro más-. Tristemente con la connivencia de buena parte de la izquierda, que está también convencida del fracaso de la ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria). El abandono de los centros educativos por los niños en 3º y 4º y la disminución del nivel educativo con que estos alumnos ingresan en el Bachillerato y arrastran hasta la universidad, se encuentran entre los argumentos que unos y otros exhiben para convenir en su fracaso.

 Pero lo cierto es que la LOGSE ha sido el mejor sistema educativo que hemos tenido en toda la historia de este país. Lo que ocurre es que para limar las desigualdades sociales no basta con hacer obligatoria e igualitaria la enseñanza hasta los 16 años, ahora lo sabemos, es necesario además implementar un sistema interno que ayude a los alumnos procedentes de entornos menos favorecidos, especialmente en el dominio del lenguaje y en cultura general, sin descartar tampoco las necesarias ayudas económicas a estas familias para animarlas a mantener a sus hijos en la escuela cuando alcanzan la edad productiva laboral. Lo que nunca se hizo. Y no solo por falta de presupuesto, también por miopía del sistema político y educativo. También porque en esta país se da por supuesto que una vez puesta en marcha una ley educativa no hay que volver a tocarla, debe resistir hasta que la oposición venza en las urnas y la elimine. En lugar de establecer un sistema de seguimiento que vaya introduciendo cambios de forma continuada conforme se vayan detectando sus deficiencias. Y en lugar de mantener la estabilidad de las leyes educativas mediante el consenso político, y no inventar una nueva ley, diametralmente opuesta a la anterior, en cada cambio de gobierno.

 Los conservadores intentan recuperar la autoridad del profesorado volviendo al autoritarismo perdido, publicando leyes que conviertan al profesor en “autoridad” y al alumno díscolo en “delincuente”. Apoyando la enseñanza privada –religiosa- y apuntalando incluso la separación entre sexos en estas escuelas. La excusa para justificar este anacronismo es muy curiosa: en promedio, las niñas obtienen mejores notas que los niños; separándolos se obtendrían mejore rendimientos. Con esta falacia se intenta confundir a las mujeres induciéndolas a pesar que esto ocurre porque ellas son más listas. Mi dilatada vida profesional me ha enseñado que, por fortuna, la inteligencia, y también la estupidez, están muy equitativa y monótonamente repartidas entre la humanidad y entre los sexos. ¿Por qué este fenómeno deja de producirse en la universidad? ¿Las chicas se atontan al entrar en ella? Lo que ocurre en estas edades (escuela-instituto) es que las niñas son más disciplinadas y aplicadas que los niños y obedecen mejor los consejos y lecciones de sus profesores -siempre hablando en promedio-. Además maduran antes que los niños, lo que las hace más responsables de sus obligaciones. De ahí sus mejores resultados escolares. Sería lastimoso que las mujeres se dejen engañar y consientan en volver a enclaustrar a sus hijas en colegios monjiles que las eduquen como buenas madres y sumisas amas de casa, “como Dios manda”.

 Pero exponer y analizar un problema carece de valor si finalmente no aspiramos siquiera a un simulacro de oferta de soluciones. A mi modo de ver habría que actuar a tres niveles:

 1.- La democracia bien entendida es un tipo de sociedad y no ha de terminar en las escaleras del parlamento sino que debe penetrar en las escuelas y en los hogares. Hoy no basta con la sapiencia del profesor para que sus alumnos le escuchen, el alumnado espera que el profesor explique las razones de su programa educativo, porqué estos contenidos y no otros, qué beneficio obtendrá el alumno que le siga, para qué nos servirá lo que vamos a estudiar. El profesor debe convencer a sus alumnos con unos objetivos, derechos y deberes de ambos, claros desde el principio. Otro tanto podría decirse de los padres en el hogar, planteando un “programa” temporal de actividades en función de los intereses que los hijos van adquiriendo conforme cambia su edad. Objetivos a cumplir, derechos y obligaciones por ambas partes, discusión, negociación y acuerdos.

 2.- Recuperar el desnivel de autoridad necesario que permita el restablecimiento del flujo de información, educación y formación, sin que para ello haya que caer en la tentación de recurrir nuevamente al autoritarismo. El camino sería el indicado en el punto anterior: introducir la democracia auténtica en el hogar y la escuela.

 3.- Las instituciones tienen mucho que hacer en esta tarea de recuperar el nivel de autoridad adecuado para padres y profesores. Aunque la tarea fundamental es la de los propios implicados, seamos realistas, el estado puede ayudar mucho en ambas tareas. En cuanto a los profesores: elevando su prestigio social, haciendo una selección rigurosa de las personas más adecuadas para el desempeño de esta profesión, que no son solamente los que más saben, sino los que son capaces de transmitir el conocimiento en forma clara y atractiva y, esencialmente, seleccionando a los que más amen el trabajo con los alumnos. Esto implicaría cambios radicales en su formación universitaria y en las oposiciones. Podríamos hablar de muchas medidas útiles y necesarias pero no es mi intención entrar en detalles en este artículo sino solo mencionar lo que considero esencial.

En cuanto a los padres, he echado siempre de menos una mínima formación en este sentido. Ser padres en un mundo tan complejo, culto y tecnificado como el nuestro no es un conocimiento con el que se nace, no es algo que esté escrito en los genes, a nuestros genes no les ha dado tiempo a tomar nota de ello, hay que aprenderlo en la escuela. Y en este sentido yo me atrevería a recomendar que se instaurase una asignatura que podríamos llamar, “Escuela de Padres”, o algo así. Esta se impartiría en la universidad y en los últimos niveles de formación profesional, cuando los alumnos, por su edad, están próximos a necesitarla. Sería de contenido transversal y universal, igual para todos y en todas las especialidades. Se impartiría en un solo curso y el alumno podría elegir en qué curso hacerla, pero imprescindible para cualquier titulación universitaria o profesional. No se trata de una idea novedosa, ya hay muchas instituciones educativas, incluido el Ministerio de Educación, que tratan de cubrir esta necesidad a nivel de cursillos. Mi propuesta es formalizarla y generalizarla.